Después de los ojos le hizo la nariz. Pero su nariz, que acababa de ser tallada, comenzó a crecer... Y crecía y crecía, hasta convertirse en pocos minutos en una narizota sin final.
Me encantaría que todos fuesemos Pinocho. Así, los mentirosos serían descubiertos y su propia nariz, como si de una especie de dardo se tratase, se convertiría en su cruel objeto de tortura.
Las palabras que nacían sin quererlo ella misma, como flores silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba "farfanías". Casi siempre le hacían reír. -Pero ¿de qué te ríes? ¿Por qué mueves los labios? -le preguntaba su madre, mirándola con inquietud. -Por nada. Hablo bajito. -¿Pero con quién? -Conmigo; es un juego. Invento farfanías y las digo y me río, porque suenan muy gracioso. -¿Que inventas qué? -Farfanías. -¿Y eso qué quiere decir? -Nada. Casi nunca quieren decir nada. Pero algunas veces sí.
Caperucita en Manhattan. Carmen Martín Gaite
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